en Civil

La prudencia del juez y la violencia machista

Autor: Jesús Manuel Villegas Fernández. Magistrado del Juzgado de Instrucción número tres de Guadalajara

Si no eres para mí, no eres para nadie

Estas son las palabras que, según la prensa, pronunció un individuo que el uno de julio de este año 2010 mató a golpes de azada en plena calle de una localidad granadina a la mujer con la que había mantenido una relación sentimental. He aquí un caso más de violencia machista; de esa delincuencia que, cómo una úlcera que no termina nunca de cerrar, supura en nuestro tejido social. Este suceso merece nuestra atención por algo más, una circunstancia que lo convierte en original, fuera de lo común. Veámoslo:

Sólo diez días antes se había celebrado un juicio rápido ante un juzgado de Granada contra ese agresor, como consecuencia de la denuncia interpuesta por la misma mujer, que luego hallaría la muerte en plena vía pública. Fue acusado de haberla amenazado con una escopeta, pronunciando las palabras antes trascritas. Sin embargo, recayó sentencia absolutoria.

Una tragedia como esta da pie a reflexionar sobre algunas cuestiones que tocan la misma entraña de nuestro sistema jurídico.

Lo primero que sorprende es el tono de la prensa. Aparentemente neutral. Diríase que los rotativos se limitaran a consignar una descripción desnuda de acontecimientos objetivos, más casi como científicos que como reporteros. Pero no son las cosas tan sencillas.

Tomemos un ejemplo. “El Mundo”, en su edición de cinco de julio de este año publica
“El juez que absolvió al presunto homicida (…) de un delito de violencia doméstica por el que fue enjuiciado días antes de que matara a su pareja con una azada, crimen que cometió con una orden de alejamiento en vigor, argumentó el fallo en la insuficiente credibilidad del testimonio de la mujer”.
Basta una lectura medianamente atenta para percatarse de que este texto sugiere, si bien de soslayo, que el juez se equivocó al evaluar la verosimilitud del testimonio de la denunciante. El titular del periódico de “El País”, con la misma fecha, refuerza esta idea:

“El juez que absolvió al homicida (…) no creyó a la mujer”.

Agreguemos que la citada noticia de “El Mundo”, citando fuentes del Ministerio Público, extracta algunos fragmentos de la sentencia donde se lee que el juez consideró que las palabras de la víctima adolecían de “excesiva parquedad, escasísima pasión” e insuficiente “grado de convicción”.

Cualquier lego en Derecho que se guíe por estas informaciones llegará a la conclusión de que el magistrado se quedó en la anécdota, que exigía una suerte de hiperactuación emotiva, como si hiciera falta llorar para que los tribunales prestasen oídos a las mujeres maltratadas. Y esa impresión se logra concatenando capciosamente los acontecimientos (la absolución y el asesinato); recortando arbitrariamente la realidad (al citar sólo insignificantes y brevísimos fragmentos de la resolución judicial); y, finalmente, acudiendo a una fuente parcial, como es la Fiscalía, que representa nada más y nada menos que a la acusación pública.

Son estratagemas ya muy manidas; pero no por ello menos eficaces. Filósofos de la pragmática del lenguaje, como Austin o Searl, advierten de las trampas que encierra atender sólo a la descripción superficial del relato fáctico; es menester si buscamos la verdad, además, mirar el contexto y escudriñar la intención de los agentes comunicativos (Un buen texto para iniciarse en esta materia es el genial artículo escrito por John Austin “Emisiones realizativas”, aparecido en la recopilación dirigida por Luis M. Valdés Villanueva. Editorial Tecnos, 2005).

Al jurista, por poco ducho que sea, no le queda más remedio que recelar del envoltorio periodístico con el que se sirve la noticia. Y es que la prensa también refiere que la sentencia absolutoria evalúo la coherencia de la declaración amén de su consistencia con las manifestaciones prestadas en comisaría. Del mismo modo, que se tuvieron en cuenta los partes médicos, de los cuales no se infería la causación de daños físicos de gran magnitud.

Quien haya estudiado la jurisprudencia del Tribunal Supremo se percatará de que esas últimas menciones (aunque descontextualizadas, transcritas de pasada, apenas entendidas por los periodistas) reflejan una concienzuda labor de técnica jurídica que analiza la ausencia de contradicciones en el sistema narrativo sobre el que se articula el testimonio de la declarante; igualmente, una aspiración a la objetivación de las meras manifestaciones subjetivas merced al examen de datos demostrables como son los dictámenes de los peritos forenses, más allá de interpretaciones interesadas (se recomienda la lectura, entre muchísimas otras, de sentencias del Alto tribunal como las de tres de febrero de año 2005 o uno de febrero de 2006).

Si se quiere transmitir una información neutral, es forzoso ofrecer todos los puntos de vista (el vocablo “neutral” procede del término latino neuter que significa, “ni uno ni otro”). Por tanto, tenía que haberse plasmado también la visión de la lógica-jurídica, de la técnica heurística que presta apoyo intelectual al difícil oficio de hacer justicia. Se nota que los redactores de noticias de esta índole no están muy versados en la ciencia jurídica.

Claro está que, tal vez no se busque la neutralidad. Prolifera actualmente una concepción de la labor judicial según la cual pasaron ya los tiempos de la asepsia legal; antes bien, ahora se le exige al juez que baje a la arena social y que, si hace falta, que se manche la toga. Sirva de ejemplo el artículo que el catedrático de Derecho Constitucional Marc Carrillo escribía en “El País” el 26 de junio de este año 2010, según el cual el juez es un “actor social con ideología” cuya función le exige “permeabilidad al contexto social en el que actúa”. ¿Qué significan realmente estas palabras?

El autor las deja vagas, imprecisas, sin concretar. Semejante forma de expresarse huele a otra técnica retórica, un instrumento de persuasión eficaz, pero muy alejado de la mentalidad científica. Y es que, en cuanto intentamos traducir tales planteamientos a casos concretos, el resultado es aterrador. ¿Se quiere decir acaso que, si la opinión pública lo reclama, cuántas más condenas mejor?

Lo ignoramos, pero algunas opiniones mueven a sospechar que sí. El mismo periódico informaba el cuatro de noviembre del año 2008:

“Un acusado de agresión machista procesado en un juzgado de lo penal ordinario tiene el doble de posibilidades de salir absuelto que si su caso se ve en un juzgado especializado en violencia sobre la mujer”.

El artículo recogía las consideraciones de la Presidenta del Observatorio de Violencia Doméstica y de Género, para quien “la diferencia de sentencias condenatorias entre unos juzgados y otros se debe a lo que “los juzgados especializados actúan más rápido, de forma más eficaz y obtienen más sentencias condenatorias y más órdenes de protección”

El auténtico jurista debería temblar. Y es que el volumen de condenas no es un indicativo de justicia, como si fuera un termómetro que registrara la temperatura ante el calor. El Derecho se aplica justamente cuando la Ley se interpreta con rectitud, sin dejarse influir por los pseudojuicios de la opinión pública, con la valentía de absolver si no hay pruebas, aunque no sea políticamente correcto; pese a que los partidos reclamen carnaza para alimentar sus expectativas de voto. ¿En qué se está convirtiendo nuestra nación para colegir que funcionan mejor aquellos juzgados que más condenan? Ese termómetro, lo que está midiendo de veras no es otra cosa que la fiebre de una sociedad que enferma de totalitarismo.

Esta deriva no es de ahora. Es un fenómeno viejo. La “permeabilidad” goza de un rancio pedigrí. En octubre del año 1939 la prensa alemana se hico eco de un suceso muy común: unos atracadores habían sido objeto de una condena, según parece, suave en exceso. Hitler supo de la noticia por los periódicos. Su reacción fue la de exigir, mediante su directa y personal intervención, que fuesen ejecutados. Sin más. Recientes trabajos sobre el periodo nacionalsocialista alemán han revelado que el partido nazi, ya en el poder, se movía a golpe de encuesta, atento a no contradecir los bajos instintos de las muchedumbres (consúltese al historiador Robert Gellately, en su obra, “No solo Hitler” en la Editorial Crítica, 2002).

El catedrático de Derecho Administrativo y ex Presidente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Alejandro Nieto, pronostica un nuevo orden jurídico articulado en red, basado en la teoría de sistemas, donde los jueces y demás agentes jurídicos obren a impulsos de la opinión pública, en un proceso de retroalimentación continua (esa es la tesis central de su libro “Crítica de la razón jurídica, de la Editorial Trota, 2007). A algunos quizás les parezca el modelo de justicia democrática. A otros, en cambio, el ideal de un juez que se abre de carnes al sentir de la opinión pública y amolda al gusto popular, se nos presenta como una pesadilla, un retrato orweliano.

Volviendo al caso que nos ocupa. La prensa parece comunicar el mensaje implícito de que el agresor cumplió sus amenazas sin que el juez hubiera sabido anticiparse. Es una visión torcida de la realidad. Y es que el jurisconsulto de fino olfato rápidamente se apercibirá de que un suceso (la absolución) no implica irremediablemente el posterior (la muerte). Es perfectamente plausible que el reo, precisamente de ese delito en particular (las amenazas), fuera inocente y que, pese a todo, delinquiera culpablemente en el futuro (perpetrando el asesinato). Esta tendencia mental a concatenar arbitrariamente acontecimientos luctuosos se nutre de un veterano tópico, a saber: la perversidad intrínseca de ciertas personas, como si estuvieran destinados a convertirse irremisiblemente en criminales. Sus conductas no serían la consecuencia del ejercicio de su libertad humana, sino comportamientos predeterminados, emanaciones de un ser enfermo, los efluvios de un apestado que van contaminando todo cuando le rodea con su mera presencia. Es la doctrina del Derecho Penal de autor, propia, no por casualidad, de los teóricos nazis. Con arreglo a esta escuela, no se castigan los actos de las personas, sin las personas mismas, por su bondad o maldad intrínsecas. Obsérvese que se habla de “maltratador”, como si fuera una profesión o enfermedad; en suma, un rasgo inherente a su individualidad. Partiendo de estas premisas antidemocráticas, ante esta dolorosa calamidad, el juez no se habría dado cuenta de que hallaba ante un peligro social, desoyendo a la opinión pública.

¿A qué nos conducen estas meditaciones?

A la prudencia, la virtud del juez por antonomasia. Es una verdadera temeridad formarse una opinión cabal de lo sucedido con tan pocos datos. La cita fragmentaria de una sentencia carece de todo valor científico, no es más que un recurso retórico, una técnica de manipulación. Y, pese a la aparente patena de neutralidad periodística, el sesgo informativo está preñado de precomprensiones ideológicas que enturbian la inteligencia objetiva de lo sucedido (albergan un prejuicio contra iudice, “contra juez”). Para captar la realidad en su plenitud es menester otear el paisaje desde todos los ángulos. Este artículo pretende aportar la vertiente técnico-jurídica, que faltaba. Como juez que soy, la información de que dispongo me indica que el magistrado no hizo otra cosa sino aplicar rectamente la Ley, con la prueba existente. Sólo eso, que no es poco. Pero mejor no pronunciarse sin elementos de juicio. Yo no soy nadie para enjuiciar la labor de un compañero.

De todas formas, lo que debería asustarnos es que, ante el horror de la violencia doméstica, se reacciona sacudiendo los cimientos del Estado de Derecho: se piden condenas a granel, cuantas más mejor. En el fondo es una mentalidad mágica, la del salvaje que se arrodilla obnubilado ante el tótem tribal, salpicado de la sangre propiciatoria de los chivos sacrificados frente al altar hechiceril. En nuestra moderna sociedad occidental se espera de los jueces que oficien esta macabra misa negra donde se comulga con la carne de los reos. Así jamás se va a acabar con la violencia machista; sólo se alimentarán los insaciables deseos de venganza. Menos mal que todavía quedan jueces como ese magistrado de Granada, con las agallas suficientes para ejercer con valentía su oficio, el de la Justicia.